Boletín Nº 14  (Diciembre de 1993)

 

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El Pregonero de las fiestas de 1993: D. José Luis Valverde López
(Goreño y diputado del Parlamento Europeo 
por el Partido Popular durante tres legislaturas)

 

ILMO. SR. ALCALDE, AUTORIDADES, QUERIDOS PAISANOS:

Un año más, las fiestas en honor de nuestro santo patrón, San Cayetano, ha sido la llamada de nuestro encuentro. Para unos, es un alto en la vida cotidiana del pueblo; para otros, es el reencuentro con la tierra, los familiares y los amigos. Para todos, es el júbilo compartido de las fiestas. Atrás quedan días largos de trabajo o de simple espera, de este pueblo tranquilo y paciente. También se superponen horas de recuerdos y ensoñaciones de los hijos de la tierra, que en otro ayer, tuvieron que dejar el pueblo. Hoy, unos y otros estamos juntos; los que se quedaron y los que tuvimos que alejarnos, pero todos fieles a nuestras raíces y a nuestras tradiciones. 
Nuestro Alcalde, nuestro buen amigo Francisco Porcel mantiene la bandera de la lucha difícil, del día a día de nuestro pueblo, para dotarlo de servicios, infraestructuras, e inversiones de futuro, en una España, que tiempo ha abandonó al mundo rural a su suerte. Junto a nuestro Alcalde y concejales está esa maravillosa Asociación de Amigos de Gor , milagro del esfuerzo de muy pocos, que han conseguido ser conciencia y punto de referencia entre el ayer de nuestro pueblo, el hoy y el mañana. Para ellos nuestra más sincera felicitación y reconocimiento. 
Me habéis honrado dándome la oportunidad de dirigiros este pregón. Hoy aquí desde este balcón del Ayuntamiento os miro las caras y toma realidad nuestro intramundo y la peripecia personal de nuestras vidas: raíz de la tierra y diáspora, al mismo tiempo.. Cada uno de nosotros, portador de vivencias diferentes pero de recuerdos comunes. Cada rincón, cada casa, cada calle son como anclajes de nuestras vidas y puntos de referencia de nuestra memoria común. 
Por encima de las generaciones está la vivencia diferenciada, pero permanente, de las escuelas, de la fuente, las eras, la Calle Ancha, Triana, el palacio, la plaza, los soportales del Ayuntamiento o la Iglesia y sus campanas: Testigos permanentes del vivir cotidiano. ¿Cuántas vidas Dios mío, cuántos recuerdos, cuántas ensoñaciones, cuántos suspiros, cuántos sufrimientos, cuántos amores, cuántas ilusiones están hoy concentradas aquí, símbolo de otras muchas que ya desaparecieron? 
Personalmente, siempre me he preguntado ¿cómo es posible que una tierra, un pueblo, unas vivencias de niño, puedan condicionar tanto? Hemos tenido avatares en nuestras vidas muy diversos, pero al reencontrarnos comprobamos que pequeñas cosas de nuestra infancia y juventud, nos unen como hilos invisibles de nuestra personalidad común: nuestras vidas se forjaron oyendo historias familiares alrededor de chimeneas donde ardían rajas de nuestros pinos, tocones o el apacible fuego de una pava de paja. El tiempo, las faenas del campo, los trabajos caseros, impregnaban nuestras vidas, el arar ,la siembra, la escarda, la siega, el barcinar, la par- va, el aventar, los costales de trigo, el molino, la harina, el horno, el pan, eran otras tantas fases anuales de nuestras vidas. Llenas de esperanza, frustraciones. Las casas no eran un televisor y unos dormitorios, eran escuelas del vivir cotidiano. La chimenea era punto de encuentro, la cocina  testigo de todos los avatares familiares. La cuadra, el corral y la zahúrda eran el complemento mínimo necesario para la vida familiar. La matanza era rito, fuente y origen de toda la cocina familiar a lo largo del año; las gallinas, alguna cabra, y una pareja de conejos aseguraban la diversidad y la supervivencia de la economía doméstica. Para los más jóvenes esto queda muy atrás; prácticamente sólo vive ya en los recuerdos de las generaciones de los mayores. Es un mundo que se ha ido. Para bien o para mal. No era un mundo idílico; era duro; lleno de carencias; pero humano, tremendamente humano, dolorosamente humano. Yo viví ese mundo, no muy distinto del que vivieron nuestros abuelos y nuestros antepasados más remotos. Un mundo y una sociedad nada simple. Las historias familiares, los recuerdos de los que emigraron a Cuba o a la Argentina, los soldados que estuvieron en la guerra de Marruecos, las historias de bandoleros, recuerdos de hambres y epidemias, son otros tantos jirones dispersos de recuerdos vividos como en sueños de difícil precisión. Historias vividas en el amor del fuego, desgranando el maíz en familia, desculando remolachas, ensartando pimientos para secar, o envasando tomate en conserva. Vivencias de pueblo, de niñez, de juventud; vivencias y recuerdos de los recreos de la escuela, en la Iglesia, en la Primera Comunión o en la misa de los domingos; todo un rito social y religioso. 
Los domingos las campanadas de la Iglesia dominan todo el ritmo familiar; hay prisa en todas las casas, hay que hacer las faenas cotidianas y hay que sacar tiempo para arreglarse para ir a misa. Los hombres se van acercando a los soportales del Ayuntamiento, toman el sol, fuman y comentan. Son como un gran jurado que escudriña a cuantos se acercan o pasan. 
Por la plaza, por la calle Ancha, por la calle de la Iglesia, van apareciendo las mujeres del pueblo, las mayores enlutadas, las solteras con las mejores galas de los domingos y las niñas con lindos trajes y luciendo moños y lazos. Todas pasan azoradas bajo las agudas e inquisitivas miradas de los hombres del pueblo; por unos minutos parapetados en la solidaridad que da el sentirse grupo que pasa revista, alaba, critica y comenta a todo el universo femenino que acude a la Iglesia. Es toda una ceremonia, ver dejarse ver. Todo un rito. Todo un examen social. Momento deseado y  temido por las mujeres. Al repiqueteo de las campanas del último toque todos los andares se precipitan. Se hace recapitulación. Está terminan
do la primera fase del rito del domingo. Algunos hombres, pocos, en los últimos momentos se atreven a entrar en la Iglesia, indefectiblemente se quedan al final casi en la puerta. Casi pidiendo perdón, casi queriendo estar dentro y al mismo tiempo fuera. En los soportales, pasado el desfile se hacen corros o se sientan en los bancos de la plaza. Terminada la misa, es la hora del paseo. Los dos mundos del pueblo, los hombres que observan y comentan y las mujeres que con mirada baja han soportado el examen en silencio, pero con orgullo, a la salida de la iglesia, abren sus sonrisas al cielo, charlan, se reúnen en pequeños grupos y comienza un deambular hacia el paseo de la fuente. Ellos, tan seguros en grupo, antes, ahora, al momento del encuentro, se sienten inseguros, tímidos, cuando no torpes. Son momentos difíciles. Es la hora de la venganza de las mujeres, del encuentro. Hay falsos desdenes, movimientos distraídos, conversaciones vivas entre ellas como nueva cortina de humo, para ignorar a quienes anhelan. Con marcha pausada, todos los grupos se dirigen a la fuente, empiezan a diferenciarse algunas parejas, los más jóvenes y en grupos, como jugando, avanzan por la carretera, al final del puente chico, añoranza técnica, de un tren que no pudo ser del todo del pueblo pero testigo de muchos sueños. jOh! el tren. El tren de Gor, que nunca quiso llegar. Estación soñada y nunca alcanzada. Presagio permanente de huidas y abandonos. Cinco kilómetros de frío y viento o de polvo y sudor del camino. Esperanzas y despedidas. Risas y llantos. El tren se llevó muchos sueños familiares. El tren se llevó a lo más granado de los hombres de nuestro pueblo. En siglos pasados el destino fue la Argentina y Cuba, después Alemania, Suiza o Francia. Más tarde Barcelona. En todos sitios, hemos dejado jirones de nuestra vida, forjados al pie de este cerro de Gor, y a la sombra de esta Iglesia.  Allí donde hemos llegado todos hemos añorado nuestras fiestas, el paso de la bandera, la procesión de San Cayetano, el encierro de los toros y la tarde en la plaza; el baile de la verbena; las compras de sandías y melones en la plaza, la excursión a Fuente rica; las fiestas de moros en Las Juntas, o las cuevas de Almería un día de San Blas. 
En momentos difíciles nos hemos acordado de nuestro santo patrón, de nuestro cura inefable, de nuestro querido párroco, de aquellos que fueron nuestros maestros. Hoy aquí nos hemos reencontrado los que no han dejado el pueblo con los que nos fuimos. Los que nacieron aquí o de aquí salieron para formar nuevas familias en otras tierras. Pero todos dejamos aquí -amigos, familia, vivencias y recuerdos.  Ni la distancia, ni el tiempo, ni los olvidos, ni los cambios harán desaparecer nuestros afectos. Aquí nos presentamos unidos hoy, en nuestra plaza, en nuestro Ayuntamiento, a la sombra de nuestra Iglesia, en nombre de San Cayetano, juntos -padres, hijos, y nietos, amigos de Gor-, todos cantando juntos a nuestro pueblo. 

¡VIVA SAN CAYETANO! 
¡VIVA GOR!